꧁ ALEJANDRO꧂
Minutos después, el timbre del móvil vibró contra mi pecho: era Sergio. Respiré hondo —esa respiración que intentaba ordenar el caos en mi interior— y levanté la llamada. La voz de Sergio, siempre firme, siempre puntual, llegó como un ancla que anudaba el mundo a un punto seguro.
—Hola, Alejandro, buenos días —dijo Sergio, sin adornos, con esa mezcla de respeto y familiaridad profesional que tanto le acomodaba en la estructura de la empresa—. Te llamo para confirmar la reunión de esta tarde. Te mandé un mensaje anoche, pero ni lo has leído.
Lo escuché con la atención de quien toma notas aunque no lleve papel. La casa estaba en silencio salvo por el murmullo lejano de las labores cotidianas y el zumbido de un ventilador que trataba de ahogar la humedad de la mañana. Me resultó extraño sentir aquel teléfono vibrar con normalidad entre mis dedos; por un instante, como si el aparato fuera un cuerpo ajeno, quise tirarlo lejos. En su lugar dije lo que debía decir.
—Lo siento mu