La mañana entró como quien no quiere molestar: una franja tímida de luz se deslizó por la rendija de la cortina y dibujó un camino pálido sobre la alfombra. En la penumbra, la figura de Isabel seguía inmóvil, sentada en el borde de la cama, con la mano de su madre entrelazada a la suya.
Alejandro se despertó con la garganta seca, el sueño pesado de quien no ha dormido por voluntad propia sino por derrotas que lo vencen. Al incorporarse, el primer golpe fue la vista de Isabel: su perfil hundido en un cansancio terrible, la fuerza de sus dedos sosteniendo algo que ya no respondía. Sintió una compasión pura, dolor que no juzga sino que reconoce. Se le partió el corazón de ver a aquella mujer que tanto lo había irritado y de la cual se había enamorado sin remedio, ahora reducida a ese aliento vigilante; no la juzgó. La entendía, en un rincón roto de su memoria, a través de la pérdida que lo marcó: él también había sido un huérfano, moldeado por un accidente que le arrebató a sus padres cu