Alejandro había logrado comunicarse con los padres de Valentina apenas aterrizó en Roma. Ellos se habían mudado a Italia hacía algunos años, después del accidente que lo cambió todo para ambas familias. Era imposible borrar de su memoria aquella noche fatídica.
Los Mendoza y los Castillo habían sido inseparables durante décadas, amigos cercanos, casi hermanos. Aquel verano, mientras Alejandro y Valentina seguían en su exclusivo colegio privado en Madrid, con la vida resuelta y la rutina de exámenes, clases y fiestas juveniles, sus padres decidieron regalarse un viaje de pareja. Eligieron un pueblo turístico en las afueras de Madrid, uno de esos lugares pintorescos con calles empedradas, balcones llenos de buganvillas y hoteles boutique con encanto romántico. Fue un escape perfecto, un fin de semana para desconectar de negocios, compromisos y del ruido de la ciudad.
El regreso, sin embargo, se convirtió en una pesadilla. Viajaban en dos coches distintos, casi en caravana. Los Mendoza i