Alejandro comenzó a caminar por el pasillo sin rumbo, con la cabeza hecha polvo y las palabras de aquel médico pegadas como una gasa húmeda en la boca del estómago. Las luces fluorescentes devolvían su sombra alargada sobre el suelo de granito. Necesitaba aire y un lugar donde la voz del mundo no lo alcanzara para poder ordenar el desastre que le bullía dentro.
Debía estar feliz, regocijante de dicha, porque por fin, la mujer con la que había esperado pasar el resto de su vida había logrado concebir un hijo suyo. ¿Entonces por qué, en lugar de dicha, sentía ganas de salir corriendo?
Atravesó una puerta automática que daba a un corredor lateral menos transitado y se apoyó en la pared, sintiendo las losas frías hasta los huesos. Desde allí pudo oír, amortiguados, los sollozos de personas que acababan de perder a algún ser querido y las exclamaciones de júbilo de unos tantos que celebraban la recuperación de los suyos.
Mientras tanto, los padres de Valentina habían ido a su habitación co