Mundo ficciónIniciar sesiónTracy
El agua cae como fuego líquido sobre mi piel, pero no es suficiente para apagar el incendio que llevo dentro.
Cierro los ojos y ahí está él otra vez. Anatoly Ovechkin. Invadiendo mi mente como invade cualquier habitación: sin pedir permiso, sin disculparse, simplemente tomándolo todo. Mi entrepierna se aprieta solo de pensarlo. El vapor llena el baño pequeño de mi apartamento, pero no es el calor del agua lo que me hace jadear. Es la imagen de él. De su boca en mi garganta. De sus manos grandes y ásperas deslizándose hacia abajo, marcando territorio con cada caricia. Imagino que estoy de nuevo en su oficina, esa suite en el ático que nunca he pisado pero que me imagino perfectamente: escritorio de caoba oscura, vistas a toda la Strip, él sentado como un rey en su trono. Yo entro. Cierro la puerta. Y le digo exactamente lo que quiero. En la fantasía, no hay miedo. Solo deseo crudo. Me gira con una mano firme en la cintura y me empuja contra el escritorio. Papeles vuelan al suelo. No le importa. Su palma se extiende sobre mi vientre, presionando, mientras la otra se enreda en mi cabello húmedo, tirando justo lo suficiente para arquearme contra él. —Tracy —gruñe, su voz ronca con ese acento ruso que se arrastra sobre mi nombre como si lo estuviera saboreando—. Entraste en mi oficina y me ofreciste esto… Ahora no hay vuelta atrás. Sus labios rozan el borde de mi mandíbula, bajan por mi cuello, muerden suave donde late mi pulso. Siento su erección contra mi trasero, dura, exigente. No pide. Toma. Y yo quiero que tome. Me levanta sin esfuerzo y me sienta en el borde del escritorio. Sus manos suben por mis muslos, abriendo mis piernas. Me sube la falda hasta la cintura. En la fantasía, no llevo medias. Ni bragas. Solo deseo. Se pone de rodillas frente a mí como si estuviera adorando a una diosa, pero sus ojos son puro pecado. —Desde que te vi por primera vez —dice, voz grave, casi un susurro—, me he preguntado a qué sabes. Y ahora voy a averiguarlo. Su boca presiona la parte interna de mi muslo. Caliente. Abierta. Los dientes raspan lo justo para hacerme estremecer. Sube despacio, torturándome, hasta que su aliento roza mi centro. Gimo antes siquiera de que me toque. Y entonces lo hace. Su lengua se desliza entre mis pliegues, lenta, exploradora. Saboreando. Como si tuviera todo el tiempo del mundo. Registra cada jadeo, cada movimiento de mis caderas. Luego acelera. Más profundo. Más rápido. Con una precisión que me vuelve loca. Sus manos me agarran el trasero, abriéndome más, manteniéndome quieta mientras devora. Gime contra mí, vibraciones que me atraviesan como corriente eléctrica. Como si fuera yo quien le estuviera dando placer a él. Me acaricia el clítoris con la punta de la lengua. Círculos. Luego chupa. Solo una vez. Fuerte. Casi me caigo del escritorio. Lo hace otra vez. Y otra. Rítmico. Implacable. Concentrado como un hombre que no para hasta conseguir exactamente lo que quiere. Y lo que quiere es que me deshaga. En su boca. Gritando su nombre. En la ducha real, mis dedos reemplazan su lengua. Me toco despacio al principio, imaginando que es él. Que es su barba rozando la piel sensible de mis muslos. Que es su aliento caliente contra mí. Que es su voz grave ordenándome: —Ven a por mí, Tracy. Déjame probar lo dulce que eres. Me muerdo el labio para no gritar demasiado fuerte. Los vecinos ya han llamado a la policía una vez por menos. Mis dedos se mueven más rápido. Círculos cerrados sobre el clítoris. La presión sube como una marea. Imagino sus hombros anchos entre mis piernas, sus manos sujetándome para que no escape. Imagino sus ojos grises mirándome mientras me deshago, como si mi placer fuera su victoria. Y entonces llega. Fuerte. Caliente. Absorbente. Grito su nombre contra la pared de azulejos, el agua golpeándome la espalda mientras las olas me atraviesan. Me tiemblan las piernas. El pulso me martillea en los oídos. Me agarro al toallero para no caer. Anatoly. Solo Anatoly. Me dejo resbalar hasta sentarme en el suelo de la ducha, el agua todavía cayendo sobre mí como lluvia caliente. Respiro entrecortada, el cuerpo flojo, satisfecho… y aun así vacío. Porque no era real. Porque nunca será real. Apoyo la cabeza contra la pared fría y me río sin ganas. Una risa amarga, cansada. Se suponía que esta ducha era para aliviar el estrés. Para borrar el día. El ascensor. El baboso. La forma en que Anatoly apareció como un ángel vengador. La forma en que dijo mi nombre como si ya me poseyera. Y en lugar de relajarme, acabo masturbándome pensando en él. Otra vez. Noú No es la primera vez. Diablos, ni siquiera es la décima. He perdido la cuenta de cuántas noches me he quedado despierta, con la mano entre las piernas, imaginando que él me arranca la ropa, me dobla sobre su escritorio, me penetra hasta que no pueda pensar en nada más. Pero esta vez es peor. Esta vez casi puedo sentirlo de verdad. El sabor de su boca. El peso de su cuerpo. El sonido de su respiración acelerada contra mi piel. Esta vez, después de lo del ascensor, después de ver cómo casi mata a un hombre por tocarme… ya no es solo una fantasía inofensiva. Es peligroso. Porque Anatoly Ovechkin no es un hombre normal. No es alguien con quien una chica como yo —talla grande, con un hermano idiota metido en problemas de mafia, trabajando de administrativa en su hotel— pueda jugar. Él es el rey de Las Vegas. Y los reyes no se conforman con fantasías. Toman lo que quieren. Y si alguna vez descubre lo que quiero yo… Cierro el grifo con manos temblorosas. El silencio repentino es ensordecedor. Me envuelvo en la toalla, salgo del baño y me miro en el espejo empañado. Tengo las mejillas encendidas. Los labios hinchados de mordérmelos. Los ojos brillantes, febriles. Pareczo una mujer que acaba de ser follada. Pero no lo he sido. Y tal vez nunca lo sea. Me meto en la cama todavía húmeda, el pelo mojado extendido sobre la almohada. Intento dormir. Intento pensar en cualquier otra cosa: en el turno de mañana, en las facturas, en cómo demonios voy a sacar a Chris del lío en que se ha metido. Pero no funciona. Porque en la oscuridad, con el cuerpo todavía palpitando, solo puedo pensar en una cosa: ¿Qué pasaría si un día dejo de fantasear… y simplemente voy a por él? Y la respuesta me aterra tanto como me excita. Porque si Anatoly Ovechkin alguna vez decide reclamarme de verdad… No habrá escapatoria. Y lo peor de todo: no estoy segura de querer escapar.






