Sin dejarme decir nada, Israel colocó una palma en mi espalda y me empujó por la calle, caminando a mi lado. Me llevó hasta un bar, y después de hacerme sentar en una alejada mesa, pidió una cerveza.
—¿Gustas algo, Suzy?
Lo miré con desprecio y él sonrió.
—Ah, claro, no puedes. Esperas al hijo de ese bastardo.
Cuando el mesero le trajo su cerveza y él la bebió de un trago, al fin habló:
—Realmente me hiciste enfadar ese día, esperaba contar contigo. Fue decepcionante y creí que habías arruinado mis planes.
Exhaló y clavó la mirada en el techo. Poco a poco fue sonriendo.
—Pero a los pocos días vi las fotos de tu boda por todos lados y esa m*****a mentira de que llevabas dos años casada con él. Casi me vuelto loco de la felicidad —terminó mirándome con una gran sonrisa mezquina.
Y yo me pregunté cómo había estado cegada por tantos años, como me había enamorado de él y creído que era un hombre maravilloso.
—Al final, Suzy, te casaste. Y no puedo desaprovechar eso.
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