Somali observaba en silencio desde una colina cercana, donde el terreno se perdía entre malezas y árboles secos. La zona en la que se encontraba era solitaria, alejada de la ciudad y del ruido de la vida humana. No había señales de viviendas, ni rastro de tránsito. Sólo ese edificio gris, de estructura sencilla y aspecto industrial, que se alzaba como una sombra en medio de la nada: uno de los tantos laboratorios secretos de los humanos. No era subterráneo como el principal, pero sí estaba custodiado con firmeza. Rodeado de sensores térmicos, luces con detección de movimiento, cámaras ocultas y un sistema de alarmas sensible incluso a las vibraciones más tenues del terreno.
Somali conocía bien aquel tipo de instalación. Había trabajado años en un laboratorio similar. Había visto planos, había caminado por pasillos idénticos a esos, y en una ocasión, incluso, había sido llevada allí para ejecutar ciertos trabajos específicos. Cada rincón de ese lugar, cada ángulo ciego, cada debilidad