Capítulo 68. El paso definitivo
Amy Espinoza
El tiempo se detuvo.
O al menos así lo sentí cuando vi a Maximiliano, de pie bajo la pérgola. La brisa jugueteaba con el velo de gasas blancas que colgaba detrás de él, y las luces diminutas, todavía encendidas a pesar de la luz de la mañana, parecían un cielo de estrellas atrapado en los árboles.
Entonces él hizo algo tan simple que me desarmó: levantó la mano.
No fue un gesto soberbio, ni pomposo, ni tampoco una orden; fue una invitación silenciosa. Una mano tendida, abierta, que decía sin palabras: Ven.
Mi corazón empezó a latir tan fuerte que sentí el pulso en la garganta.
Tragué saliva y, de pronto, todos los sonidos del jardín se mezclaron en un murmullo suave: el roce de la brisa contra las hojas, la música del cuarteto afinando, los suspiros de sorpresa de los invitados. Pero todo giraba alrededor de esa mano que me esperaba.
Di un paso, solo uno, y el mundo se inclinó hacia adelante. El suelo, cubierto con una alfombra de pétalos blancos, crujió bajo mis zapatos