Capítulo 33. La primera caída
Amy Espinoza

La puerta del salón se cerró a mi espalda con un sonido metálico que me hizo estremecer. El eco rebotó en las paredes, más fuerte de lo que debería, como si la habitación misma me recordara que ya no había marcha atrás.

Frente a mí, el piano negro brillaba bajo las luces cálidas, imponente, desafiante, casi intimidante. No era un simple instrumento: era un monstruo dormido, esperando devorarme en cuanto me atreviera a tocarlo.

Tragué saliva, sintiendo el peso de todas las miradas. El profesor de música me observaba con paciencia medida. El pianista acariciaba las teclas como si le estuviera hablando a un viejo amigo; la joven guitarrista sonreía con una mezcla de simpatía y curiosidad. Y, a un lado, Laura, la psicóloga, me miraba con esa expresión suave que parecía decir: “sé lo que duele, pero también sé lo que cura”.

Yo, en cambio, me sentía como una intrusa.

Me senté despacio en el banco frente al piano. El frío del marfil bajo mis dedos me devolvió recuerdos d
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