Capítulo 206. Una visita inesperada.
Maximiliano Delacroix
El reloj del tablero marcaba las dos y cinco de la madrugada cuando detuve el coche frente al edificio de Adrián.
La ciudad, a esa hora, parecía sumida en un letargo profundo, sus calles vacías y sus ventanas oscuras. Todos durmiendo, menos yo, que no podía hacerlo.
No por elección, si no por necesidad. Hacía horas que mi cuerpo, pesado y dolorido, suplicaba descanso, pero mi cabeza, un torbellino de estrategias fallidas y sospechas venenosas, se negaba rotundamente a concedérselo.
El aire que entraba por la rendija de la ventana olía a lluvia próxima y a metal frío, a esa calma engañosa y eléctrica que siempre precede al desastre, como si el mundo contuviera la respiración antes del estallido.
Apagué las luces largas, sumiendo el interior del vehículo en una penumbra, solo rota por el tenue resplandor del salpicadero, pero no giré la llave para silenciar el motor.
Me quedé observando el edificio durante unos segundos que se extendieron como minutos. Luces a