Capítulo 146. Nuestro puerto perfecto.
Maximiliano Delacroix
El último beso que le di, aquel que había sellado sus palabras de amor, no se apagó en el aire. Se transformó. Se convirtió en un silencio denso y dulce, cargado de un nuevo entendimiento que palpitaba entre nosotros. Ya no había necesidad de hablar. Las palabras, por fin, habían dicho todo lo que tenían que decir.
Mis manos, casi por voluntad propia, encontraron el primer botón de su ropa. No fue un movimiento rápido, sino deliberado, lento. El leve crujido de la tela al ceder fue el único sonido en la habitación, más elocuente que cualquier confesión.
Mis dedos temblaban ligeramente, no de deseo impaciente, sino de una emoción profunda, de la abrumadora certeza de que estaba a punto de reencontrarme con ella sin ningún velo, sin ningún fantasma entre nosotros.
Ella no se apresuró. No ayudó, ni estorbó. Se limitó a mantenerse de pie frente a mí, sus ojos, aquellos ojos que habían sido un mar de tormentas y que ahora eran un lago en calma, fijos en los míos.
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