Los dejamos jugar hasta que el agua estaba apenas tibia. Luego de secarlos y abrigarlos, le pedí a Mael que los llevara a su dormitorio y me demoré secando y limpiando el baño.
Me reuní con él en la sala. Los niños habían vuelto a dormirse, y advertí que se veía fatigado.
—¿Por qué no aprovechas para dormir una siesta tú también, mi señor? —sugerí dirigiéndome a la cocina.
Meneó la cabeza ceñudo, como resistiendo el cansancio. Regresé a su lado y abrí la manta con la que me cubriera un rato antes.
—Duerme, mi señor —insistí—. No te preocupes, te despertaré si te preciso.
—¿Lo prometes?
—Claro que sí.
Asintió con el ceño todavía fruncido y aceptó recostarse en el sofá como yo hiciera con Malec. Lo arropé con la manta, sin resistir la tentación de rozar sus labios con un beso.
—Te amo —musitó cerrando los ojos.
—Y yo a ti, mi señor. Más que a nada en el mundo. Bien, no, no es cierto.
Abrió un solo ojo para lanzarme