No pude contenerme, y me revolví para que aflojara su abrazo lo indispensable para volverme hacia ella. Un gemido sofocado brotó de sus labios cuando froté mi hocico contra su cuello.
—Perdóname, mi señor —murmuró, echándose hacia atrás.
—No digas tonterías —la regañé con acento afectuoso.
Aproveché para correrme hacia atrás y tenderme un poco más sobre mi flanco. Ella me observaba con el ceño fruncido, cómo preguntándose qué hacía, hasta que volví a lamer su mejilla, haciéndola reír otra vez.
—Ven, amor, siéntate aquí sobre el manto —le indiqué.
Obedeció sin vacilar. Tan pronto se acomodó entre el fuego y yo, empujé su brazo con mi hocico para pasar mi cabeza. Y tal como solía hacer, ella volvió a echarme