Me hizo gesto que me apartara de la cama y se inclinó a observar a Risa. Mi pequeña más parecía dormida que desmayada ahora, y sus mejillas mostraban un leve asomo de color. Ronda se irguió meneando la cabeza y me hizo señas de que la siguiera a la cocina.
Un caldero humeante colgaba sobre el fogón, y el olor a comida pareció abrir un abismo en mi estómago.
—Siéntate —gruñó, señalando la mesa—. Te ves aún peor que ella. Imagino que tienes hambre.
Me limité a asentir frotándome los brazos. A pesar de estar a sólo un paso del hogar, volvía a sentir ese frío pertinaz de los primeros días en el pabellón.
Ronda me trajo un plato hondo rebosante de un caldo espeso en el que flotaban trozos de carne y verdura, y apenas pude esperar a que lo apoyara en la mesa para hundir mi cuchara en él. Rond