Cuando reaccioné, el cielo estaba oscuro al otro lado de las ventanas. El viento aullaba entre los árboles, haciendo crujir el establo. Me estremecí de frío y hallé a Risa inclinada sobre mí. Había apartado un manto para lavar mi herida. Ya no sangraba, pero la carne quemada aún precisaba cuidados.
Reviví en un instante lo que creyera ver poco antes, pero me convencí a mí mismo de que era un producto de mi imaginación llena de memorias reprimidas.
—¿Cómo te sientes, mi señor? —preguntó con suavidad, limpiando la quemadura sin ejercer presión.
—Muero de hambre —musité.
La vi alzar la cabeza y asentir en dirección al fuego. Uno de los niños mayores llegó corriendo con un buen trozo de liebre asada, en una tabla pequeña a modo de plato, y una bota de cuero de boca ancha, llena de agu