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— ¿Por qué los más jóvenes van a la vanguardia de nuestro ejército? — le pregunté a Dízaol.

—El astil del fuego lo ha dispuesto así— me respondió.

—Entonces llévame ante él— ordené a Dízaol.

—Majestad, sería prudente que regresáramos a la tienda— me dijo—. La tormenta está por desatarse y al rey no le gustará verla desprotegida.

—Como a mí no me gusta ver desprotegido a mis hombres—rebatí—. Llévame ante los astiles o los buscaré yo sola.

Dízaol no continuó negándose y me abrió paso entre los soldados que se acercaban para saludarme. Les emocionaba comprobar que su reina estaba entre ellos, como un guerrero más y los rasgos de mi padre volvían a servirme para alcanzar los corazones de aquellos que veneraban a la casa de Édazon.

— ¿Qué haces aquí? — chilló mi esposo al notar que me le acercaba.

No le respondí, saludé a los ancianos y a los guardias que los acompañaban, alrededor de una mesa donde leían los mapas clavados en la madera y ayudados por las luces tambaleantes de las antorcha
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