No había una sola alma cercana a mí, que no advirtiera cuanto lo extrañaba, cuanto languidecía sin sus besos; hasta sentía dolor en los brazos por no poder abrasarlo y rogaba porque su olor recompensara las náuseas que tanto ajetreo me producían cada día.
Como nunca, vigilé los ruidos en el castillo, aguardando a escuchar el anuncio de los mensajeros que me traerían buenas noticias, pero fue el astil de la tierra quien se animó a avisarme de la llegada de un grupo de actores, con los que esperaban que mi ánimo se elevara.
No pude rechazarlos, el pueblo se merecía un poco de entretenimiento y como estaba segura de que esa fue una idea de los astiles para alegrarme, decidí recompensar su esfuerzo.
Al instante ordené a las doncellas que se ocuparan de los preparativos y convertimos esa velada en todo un banquete, con el que agasajaríamos a los cortesanos y callaríamos las bocas de quienes se afanaban en asustar con presagios oscuros.
Me engalané con un vestido blanco y con las joyas perl