Helena luchó con todas sus fuerzas.
Sus manos se aferraron a las gruesas muñecas, impidiendo que su cuero cabelludo fuera estirado.
Intentó girarse para colocarse de rodillas y poder levantarse del suelo, pero la fuerza de aquella mano la arrastró. Su espalda se deslizó sobre el césped y las piedras diminutas. Intentó patear la pierna de su oponente, pero no lo logró.
―¡Señora, ya fue secuestrada! ―ladró Roger.
Él le soltó el cabello y bufó en desaprobación. Helena se quedó tendida con la cara roja y el pelo revuelto en el suelo. Luchó por respirar con normalidad.
Cuarto día y ya se estaba quedando calva.
―Sus piernas son débiles, levántese y haga cien sentadillas ―ordenó Roger con voz firme.
Helena quería llorar. Se giró sobre el suelo e intentó incorporarse, pero no tenía fuerza luego de correr varios kilómetros en la mañana.
Se quedó tendida nuevamente, con el sol de la tarde directo a la cara.
―Señora, ya le he dicho, nunca jale en dirección contraria, siempre empuje hacia su cont