La puerta del avión se cierra con ese chasquido hermético que siempre me hace pensar que ya no hay vuelta atrás. Y esta vez, no la hay. El sol de la playa queda del otro lado del océano, junto con la tensión disfrazada de vacaciones, los silencios que se colaban en la mesa como intrusos no invitados, el surf improvisado que todavía me duele en los músculos y la conversación con María, que sigue girando en mi cabeza como si no supiera dónde aterrizar.
Me acomodo en mi asiento junto a la ventanilla, esa que supuestamente elegí para dormir mejor, aunque en realidad la elegí porque me gusta mirar. Aunque mirar también implica pensar, y eso es justo lo que no quiero hacer ahora, pero las ventanas tienen ese poder: te obligan a enfrentar lo que llevas adentro cuando el paisaje ya no tiene nada nuevo que mostrar.
Alejandro se sienta a mi lado con la soltura de quien hizo esto mil veces. Se acomoda con esa confianza de hotel cinco estrellas, se cuelga su almohada de cuello, deja los auriculare