Las valijas ya están cerradas. El check-out hecho. Las camas estiradas como si nadie hubiera dormido en ellas. Afuera, el cielo tiene ese azul insoportablemente perfecto que parece burlarse de nosotros. O de mí, mejor dicho. Todo el mundo dice que el mar te relaja, que las olas limpian el alma y que unos días fuera te devuelven renovada. Yo me voy con dolor de cabeza, una contractura en el cuello y ganas de gritarle al primero que diga "qué suerte, te fuiste de vacaciones".
Alejandro sale del baño con el pelo húmedo, fresco como si se hubiera despertado de una siesta reparadora y no de una pesadilla social de dos semanas. Lleva su mochila al hombro, una sonrisa cómoda y una paz que, sinceramente, me da un poco de envidia.
—¿Lista? —pregunta, como si fuéramos una pareja que acaba de pasar unos días idílicos de playa, tragos y siestas enredados entre las sábanas.
Yo asiento con la cabeza, aunque en el fondo lo que tengo son ganas de sentarme en el piso del aeropuerto y llorar hasta que m