La copa de vino baja con elegancia, como si su comentario no hubiera dejado una grieta en la mesa. Sus palabras quedan suspendidas unos segundos en el aire, como humo que no se disipa. Yo la miro fijo. No entiendo si me está atacando, si está aliviada, o si simplemente está diciendo en voz alta lo que pensaba desde el principio.
—¿A qué te refieres con que no tenemos que fingir que nos caemos bien? —pregunto, con voz tensa.
Alejandro me lanza una mirada rápida, como si no supiera si intervenir o callarse. Carlos se recuesta un poco en la silla, con ese gesto cansado de quien sabe que se viene una conversación incómoda y ya no tiene fuerzas para esquivarla.
—¿María? —insisto, con voz más firme, clavando los ojos en ella.
Recién ahí levanta la mirada, deja los cubiertos sobre el plato, con cuidado. Cada movimiento suyo parece ensayado, pero hay algo en su mirada que me dice que, por primera vez, no está interpretando un papel.
—No te lo tomes personal, Isabel —dice, mirándome directament