Alejandro esboza una sonrisa ladeada, de esas que apenas duran un segundo, pero dejan una marca.
—Entonces ya casi me ahogo —susurra, bajando la voz como si lo dijera solo para él, pero yo lo escucho. Lo escucho demasiado bien.
No sé quién de los dos da el primer paso. Solo sé que, de pronto, estamos en el centro del patio, moviéndonos como si estuviéramos bailando un vals imaginario. Ni siquiera se escucha bien la música. Solo el murmullo lejano de los demás, el roce de nuestras manos y el sonido torpe de mis pasos al pisarle los pies.
—¡Ay! Perdón —Me sobresalto, soltando una risa nerviosa mientras intento retroceder.
—No pasa nada —dice él, conteniendo una mueca—. Mis pies están acostumbrados a cosas peores.
—No me digas eso que me siento peor —respondo, mordiéndome el labio con una mezcla de vergüenza y risa.
—Es que tú no bailas mal —expresa con una seriedad tan exagerada que no sé si burlarme o creerle—. Eres... peligrosa.
—¿Para tus pies?
—Para mi salud mental —responde sin duda