El aire estaba denso aquella noche en San Elías. El tipo de humedad que se aferra a la piel y no se va, como un presentimiento... o una advertencia. El silencio del bosque no era normal, era profundo. Contenía la respiración como si supiera que algo estaba a punto de suceder.
Lía Calderón caminaba sola por el sendero que conectaba la vieja estación de tren con su casa. Lo había recorrido decenas de veces; era su ruta secreta para evitar el camino principal, donde los borrachos del pueblo acostumbraban hacer ruido los viernes por la noche. Pero esa noche, algo era distinto. La brisa no susurraba entre las ramas. Las luciérnagas no bailaban. Todo estaba... expectante. El cielo, completamente despejado, dejaba ver una luna redonda y pálida, más brillante de lo normal. La luna llena. La misma que, desde niña, le provocaba sueños tan vívidos que despertaba gritando, con el pecho empapado en sudor. Pesadillas de colmillos, bosques ardiendo y aullidos que le desgarraban el alma. Y esta vez no fue diferente. Un sonido rasgó la quietud como una cuchilla afilada: Un aullido. Largo. Doloroso. No era un perro. Era algo más grande. Más salvaje. El tipo de sonido que no solo se escucha: se siente en los huesos. Lía se detuvo en seco. Un escalofrío le recorrió la espalda. El bosque temblaba, no por el viento, sino por la presencia de algo que no se veía… pero que ella sentía. Como si algo caminara entre los árboles, invisible, pero real. —Solo es un coyote… —murmuró, pero incluso mientras lo decía, sabía que se mentía. Entonces, sucedió. Una punzada ardiente recorrió su espalda, justo donde siempre había tenido una cicatriz en forma de luna creciente. Desde niña, los médicos no habían podido explicarla. Decían que era una malformación dérmica, una marca de nacimiento… Pero ahora ardía. Como si una brasa se hubiera incrustado bajo su piel. Cayó de rodillas, jadeando, con las manos temblorosas enterradas en la tierra húmeda. —¿Qué… me está pasando? Los árboles comenzaron a crujir. Pasos. Grandes. Pesados. Acelerados. Lía alzó la vista… y entonces lo vio. Un par de ojos plateados la observaban desde la maleza. Inhumanos. Brillaban como si contuvieran la luz de la luna misma. Como si la noche se apartara de ellos. El corazón de Lía se desbocó. Pero no era miedo lo que sentía. Era algo más profundo, más inquietante. Un reconocimiento. Como si esos ojos hubieran estado siempre en su memoria, aguardando este momento. La criatura emergió lentamente de entre los árboles. No era un hombre. No era un animal. Era ambas cosas y ninguna. Un lobo gigante, musculoso, negro como la medianoche. En su pecho, una cicatriz cruzaba de lado a lado, como si alguien hubiera intentado partirlo en dos y fallado. —¡No te acerques! —gritó Lía, retrocediendo hasta que su espalda chocó contra el tronco de un árbol. Pero el lobo no gruñó. No mostró los colmillos. Solo la miraba. Como si esperara… una señal. Como si ella fuera el misterio que había cruzado medio mundo para encontrar. Entonces, sucedió lo impensable. El lobo bajó la cabeza. Se inclinó. Se postró. Una señal de sumisión. Como si ella fuera la alfa. Como si ya le perteneciera. Un segundo después, desapareció entre los árboles sin emitir sonido alguno. Lía se quedó allí, temblando, con la respiración entrecortada y la cicatriz palpitando con más fuerza que nunca. No lo sabía aún, pero esa noche había sido marcada. No por el destino. Sino por un lobo exiliado… que venía a reclamar lo que era suyo.