El consultorio olía a desinfectante. Era un espacio aséptico, impersonal, demasiado blanco. Las paredes lisas parecían repeler cualquier rastro de humanidad, y la lámpara en el techo —grande, circular, con una luz intensamente blanca— brillaba con una crueldad clínica que me hacía entrecerrar los ojos. Había una mesita de acero con instrumentos perfectamente alineados, un escritorio con una pantalla encendida mostrando gráficas y datos médicos, y una estantería con carpetas etiquetadas meticulosamente. Nada en aquel lugar estaba fuera de orden… excepto yo.
Hacía apenas unos minutos había estado recostada sobre la camilla ginecológica. El vinilo del colchón crujía al mínimo movimiento, helado contra mi piel desnuda. Tenía cada pierna colocada en un estribo metálico, con las rodillas abiertas en una posición que despojaba cualquier dignidad. Miraba el techo, obligándome a concentrarme en los pequeños paneles rectangulares del plafón para no pensar en lo que ocurría entre mis piernas. L