—¿No vas a saludarme?
Me volví, intentando componer una sonrisa educada… y entonces lo vi. Era el señor canoso de la boda. Pero esta vez había algo distinto en él, como si el ambiente mismo se tensara a su alrededor.
Llevaba gafas oscuras que ocultaban su mirada, aunque no la intención que se adivinaba en la curva de sus labios. Su cabello, entrecano y peinado hacia atrás con precisión casi militar, contrastaba con la informalidad de su atuendo: una camisa ceñida de mangas cortas, que marcaba unos brazos sorprendentemente tonificados para alguien de su edad, y un pantalón vaquero oscuro, ajustado, con las botas bien lustradas. Todo en él hablaba de alguien que cuidaba su apariencia… quizás demasiado.
—Perdón, no lo había visto —murmuré, evitando su mirada.
—¿Aún llamándome de usted? —replicó con una sonrisa ladeada.
—Perdón… —repetí, sin saber muy bien qué hacer.
Él chasqueó la lengua con desdén.
—Blegh, deja ya de disculparte. No puedes ir por la vida pidiendo perdón a cada paso. Mi