—¿No tienes nada mejor que hacer? —pregunté, intentando mantener la voz firme, aunque mis manos se aferraban al volante con fuerza. — Déjanos en paz de una puta vez.
—No, desgraciadamente, no puedo —respondió con una sonrisa envenenada—. No te creas que me complace seguir tus carreras en círculos. Es patético, pero que le voy a hacer. Mi querida suegra considera que esto es importante y yo, como buena esposa que soy, he decidido encargarme de esto para que mi esposo no tenga que hacerlo.
El sol de la tarde caía oblicuo sobre la carretera polvorienta, tiñendo de tonos dorados el aire cargado. Una brisa tibia agitaba las hojas secas de los árboles que flanqueaban el camino, pero en el interior del coche el ambiente era sofocante, denso, como si el aire estuviera a punto de quebrarse.
—¿Qué quieres, Lyanna? —dije, midiendo cada palabra, aunque por dentro una corriente helada me recorría la espalda.
Ella ladeó la cabeza con una falsa dulzura.
—Visto que te he advertido que no salieras de