Dos meses habían pasado desde aquel día atroz en que llegué al hospital desfallecida, ensangrentada y con el dolor más agónico que jamás había sentido. Dos meses desde que los médicos corrieron a mi encuentro, gritaban órdenes entre ellos y me empujaban sobre una camilla a través de un pasillo interminable, iluminado por luces blancas que me herían los ojos y el alma. Dos meses desde aquella mañana sin sol, cuando desperté en una cama extraña, con el cuerpo entumecido y el corazón destrozado.
Estaba arropada con una bata azul, una aguja clavada en la mano, conectada a un suero que apenas sentía. Y entonces, llegaron esas palabras, secas, quirúrgicas, que desgarraron lo que quedaba de mí:
—Lo sentimos mucho, señora Draven. Usted ha sufrido un aborto.
Grité por dentro, pero no salió un solo sonido. Fue un dolor mudo, absoluto. Como si me hubieran vaciado. Como si me hubieran arrancado algo que no sabía cuánto amaba hasta que ya no estaba.
Enloquecida de pena, vagué por el bosque durant