—¿Cuándo fue la última vez que alguno de ustedes salió de aquí? —pregunté mientras aceptaba el jarrito de metal que me ofrecían. El calor se extendió por mis dedos entumecidos, como un suspiro tibio que intentaba devolverme el aliento. Bebí un sorbo. El líquido era amargo, pero reconfortante. Mientras lo hacía, los primeros rayos del sol se filtraban entre el follaje, tiñendo de oro las hojas y devolviéndole al mundo el color que la oscuridad de las noches anteriores le había arrebatado.
—Vamos regularmente al pueblo del otro lado del río. Tenemos trabajos… vidas normales —respondió una mujer, con una voz firme y suave a la vez—. Solo que lejos de aquí.
—Darian nunca me dijo…
—No lo sabría —interrumpió una anciana al sentarse junto a mí. Su piel estaba marcada por los años, pero sus ojos aún ardían como brasas encendidas, con la fuerza de una tormenta contenida—. Él nunca vino tan lejos. Nunca tuvo razón para saber que aún seguíamos cerca.
—Pero… los otros…
—No son parte de nosotras —