—¿Te vas a quedar ahí toda la noche? —su voz rasgó el silencio como una caricia áspera, cargada de reproche y algo más profundo, más oscuro.
—¿Por qué regresaste aquí? —pregunté, con un nudo en la garganta que se negaba a disolverse.
Entró en la habitación despacio, como si cada paso marcara territorio, como si su sola presencia reclamara el aire mismo que respiraba. La camiseta se le pegaba al pecho por el sudor, delineando cada músculo con descarada precisión. Los jeans descoloridos colgaban de sus caderas con una dejadez peligrosa, casi arrogante.
Caminó sin mirarme, como si yo no fuera más que una sombra en la penumbra, y se dirigió hacia la lámpara. De un tirón seco, arrancó el cordón de la pared. Hubo una chispa breve, un destello eléctrico... y luego, la oscuridad. Solo quedó el tenue resplandor plateado de la luna colándose por el ventanal, proyectando reflejos pálidos sobre el cristal y sobre nosotros, como si fuéramos parte de una escena olvidada por el tiempo.
—Quiero ver a