Capítulo 52.

El sendero se abrió de golpe ante nosotros, y lo primero que me arrancó el aire de los pulmones fue la vista de una aldea amplia, casi irreal.

Un claro enorme, perfectamente delineado, se extendía entre los árboles como si el bosque mismo lo hubiera resguardado durante siglos.

Había al menos una docena de cabañas grandes —quizá veinte—, todas construidas con gruesos troncos de madera oscura.

Sus techos, cubiertos de tejas de pino, parecían recién barnizados a pesar de que el diseño era claramente antiguo: ventanas pequeñas, puertas reforzadas, detalles tallados con símbolos que no reconocí.

El suelo, en lugar de estar desnudo, estaba cubierto por una alfombra de hierba fresca salpicada de flores diminutas, y un sendero de piedras lisas guiaba hacia el corazón del lugar.

El aire allí tenía algo diferente: más limpio, más profundo.

Los pájaros trinaban sin miedo, lanzando notas juguetonas que rebotaban en las copas de los árboles.

Era como si cada sonido—el murmullo de las
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