Me quedé allí, con la cabeza gacha, sintiendo la humedad pegajosa del suelo y el hedor a metal, vómito y sangre. El eco de mis propios gritos seguía golpeando las paredes de mi cráneo, un tambor sordo que no me dejaba pensar.
El silencio que había quedado era distinto al anterior. Ya no era un silencio tenso, sino un silencio roto y sucio. Estaba manchado con el recuerdo del corte seco de Lucian y la sonrisa monstruosa de Milo.
Vi mis manos. Estaban cubiertas de algo húmedo que no quería identificar. Deerk se arrodilló a mi lado. Sentí su calor, su respiración agitada.
—Alana, tienes que levantarte. Darte un baño y descansar.—dijo en voz muy baja.
No podía moverme. Mi garganta me ardía. Hice un intento de hablar, de preguntar, de gritar, pero solo salió un quejido.
—No —logré susurrar, finalmente—. No puedo.
—Tenemos que irnos. Antes de que... —Deerk se interrumpió, mirando hacia Lucian, que seguía desplomado contra la pared, con los ojos cerrados.
Me obligué a levantar la cabeza. Mis