Aeryn guardó silencio.
No por miedo, sino por estrategia. No confrontó a Darien. No mencionó su sospecha ni su certeza. Se limitó a observarlo. Cada gesto, cada palabra, cada excusa disfrazada de preocupación.
Lo conocía. Lo amaba.
Y por eso, también sabía cuándo mentía, aunque no dijera ni una sola palabra falsa.
Durante cinco días se mantuvo distante. Evitó sus caricias. Se escabulló de sus abrazos con justificaciones suaves: “Estoy cansada. Me duele la cabeza. Necesito meditar.” Y cada noche, cuando él intentaba acercarse, su cuerpo se cerraba como una flor marchita antes del amanecer.
No era rechazo…
Era prueba.
¿Cuánto duraría su interés si no podía alimentarse de ella?
Darien no lo entendía al principio. Al segundo día intentó hacerla reír, le llevó dulces, le preparó un baño tibio. Al tercero comenzó a frustrarse. Al cuarto, se encerró a entrenar con furia.
Y al quinto… llegó con un sanador.
—Aeryn, basta —dijo Darien con la voz más firme que había usado en días—. H