La habitación aún olía a hierbas dulces y ceniza tibia. Afuera, el sol del segundo día se filtraba suave, como si incluso la luz respetara el proceso de volver.
Darien se encontraba de pie, con el cuerpo cansado y la espalda erguida, como si aún le doliera cargar el fuego que lo atravesó.
Nyrea apenas había logrado sentarse. Estaba envuelta en mantas, el cabello suelto sobre los hombros, con la mirada serena pero profunda. Sus piernas todavía no respondían del todo, pero la fuerza en sus ojos no dejaba lugar a dudas: estaba volviendo.
Los gemelos dormían cerca, protegidos por Nerysa en una habitación contigua.
Cuando la puerta se abrió, los tres lobos que entraron lo hicieron en silencio, como si cruzaran un santuario.
Kaelrik fue el primero en hablar, con esa voz que siempre parecía mitad gruñido, mitad advertencia.
—¿Siguen enteros?
Darien esbozó una sonrisa. Cansada, pero real.
—Más o menos.
Sareth se dejó caer en un banco, sacudiéndose la capa.
—Teníamos una apuesta. Yo decía que