Capítulo 40. El secuestro.
El atardecer caía como una herida abierta sobre la ciudad. El cielo, teñido de rojo y púrpura, parecía anunciar una tragedia. Emilia no había probado bocado desde la mañana. Estaba de pie frente a la ventana del estudio, con los brazos cruzados, el celular en la mano y una sensación persistente en el estómago que no lograba sacudirse. Algo no estaba bien.
Iván se había llevado a Julián dos días antes. “Una finca segura”, le había dicho. “Sin señal, sin ojos, sin amenazas.” Emilia había accedido a regañadientes, consciente de que las amenazas eran reales, tangibles. Pero desde la noche anterior no había sabido nada. Ningún mensaje. Ninguna llamada. Solo silencio.
—¿Y si algo salió mal? —susurró, como si la palabra pudiera conjurar el miedo.
Dora entró en la sala con una bandeja de café que nadie había pedido. La dejó en la mesa sin hablar, pero su mirada era elocuente: ella también lo sentía.
—No hay noticias, ¿verdad? —preguntó la mujer con voz baja.
Emilia negó con la cabeza.
—Estoy