Leonardo Valdés caminaba por los pasillos del Hospital St. Mary como un toro enfurecido. Habían pasado horas desde que el doctor Harris les dijo que Ariadna no quería verlos, horas desde que Maximiliano se desplomó en llanto y él se marchó, jurando no quedarse de brazos cruzados. Su hija estaba al otro lado de esa puerta, luchando por su vida, y él, su padre, estaba atrapado afuera como un extraño. No lo iba a tolerar. No después de perder a su nieta, mientras Ariadna colgaba de un hilo.
Había oído rumores entre las enfermeras mientras deambulaba por el ala este: la fiebre de Ariadna había subido, algo sobre un enfriamiento de emergencia. Nadie le decía nada directamente —el personal lo evitaba como si fuera una bomba a punto de estallar—, pero cada susurro que captaba le clavaba una aguja en el pecho. Su hija estaba empeorando, y él no podía hacer nada desde el pasillo. Pero eso iba a cambiar. Encontró un directorio en la pared y vio el nombre que necesitaba: Dr. Simon Reynolds, dire