Una semana había pasado desde que salí del hospital, y el ático se sentía más como una jaula dorada que como un hogar.
Me pasaba los días en la habitación de invitados, la que Leonardo había convertido en mi "espacio de reposo" por orden de la doctora López.
La cama king size era cómoda, con sábanas de algodón egipcio que olían a lavanda, y las ventanas daban a la ciudad, pero yo apenas salía de allí. Guardaba reposo absoluto: nada de caminar más de lo necesario, nada de esfuerzos, solo comidas traídas por el chef Miguel en bandejas y chequeos diarios por teléfono con la doctora.
Leonardo entraba a veces, me traía té o preguntaba cómo estaba, pero sus visitas eran breves, como si supiera que su presencia me tensaba. Y yo lo agradecía. Jamás había estado tan contenta de que tuviera trabajo, de que saliera cada mañana a la Torre Cristal y me dejara sola.
Las habitaciones separadas eran una bendición; no tenía que fingir sonrisas ni escuchar sus excusas. Solo yo, la cama y el silencio, c