La llamada de Leonardo había llegado más temprano, su voz cortante, urgente.
—Marianna, tenemos que vernos. A las seis. ¿Dónde estás? —dijo, con ese tono que siempre intentaba imponer control.
Sonreí, recostándome en la silla.
—No, Leonardo —respondí, manteniendo la voz ligera—. Estoy ocupadísima. A las diez, en mi casa. Es mejor. Ahora mismo no puedo.
—Es muy tarde —replicó él, con un dejo de frustración.
Suspiré con dramatismo, enroscando un mechón de mi cabello negro y largo alrededor de mi dedo.
—Entonces mañana. Puedo hacer un hueco por la mañana.
—No —insistió, su voz endureciéndose—. Esta noche. A las diez. Ahí estaré. No puede pasar de hoy.
Colgué, una sonrisa triunfal extendiéndose por mi rostro. Perfecto. Las diez me daban tiempo para prepararlo todo.
Él pensaba que tenía el control, pero esta noche, yo daría el golpe. Lo había planeado durante semanas. No era solo sexo; era poder, conexión, un lugar en su mundo que nadie más podía reclamar. Y esta noche, lo haría mío de un