No puedo creer lo que ha pasado, no puedo... creer que mi madre, ella...
Estoy sentada en el suelo del pasillo de la UCI, mis rodillas contra el pecho, las lágrimas cayendo sin control. Mi padre está a mi lado, sus manos cubriendo su rostro, sus sollozos como cuchillos en mi pecho.
Mi madre se ha ido. Esa es la realidad que ahora me acompaña, que me apuñala, que me asfixia.
Mi centro, mi luz, mi todo. La mujer que me enseñó a tejer, a reír, a no rendirme, ya no está. La cirugía, el dinero de Leonardo, mis esfuerzos, todo fue inútil. Su corazón no resistió, y yo no fui suficiente para salvarla. El pitido de las máquinas, ese sonido que me atormentó, ya no está, pero su ausencia es peor, un silencio que me aplasta.
Mamá ha muerto. Eso es lo que me duele, lo que me taladra en la cabeza, lo que... destruye desde dentro. Mi madre ha muerto.
—Hija —susurra mi padre, su voz rota, apenas audible—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
No respondo. No puedo. Mis manos tiemblan, y mi cuerpo se siente vacío