Mundo ficciónIniciar sesiónEl sol entraba por la ventana abierta del pequeño hostal frente al mar.
No recordaba exactamente cómo habíamos llegado hasta allí. Solo los fragmentos: la carretera, el sonido de las olas, su risa cuando me quité los zapatos, mis manos temblando mientras abría la puerta. Y después… silencio. El tipo de silencio que llega cuando el deseo ya no necesita palabras.El aire olía a sal y a café recién hecho.
El murmullo del océano entraba mezclado con el canto de las aves. Marcus dormía a mi lado, medio cubierto por la sábana blanca, el brazo extendido sobre la almohada donde antes había estado mi cabeza. Tenía el rostro tranquilo, casi joven, sin esa ironía constante en los labios.Lo observé unos segundos.
Era raro verlo así, sin defensas, sin la coraza de hombre seguro. Solo un cuerpo cansado y un corazón latiendo cerca del mío.Me giré lentamente, buscando no despertarlo.
El movimiento hizo que la sábana se deslizara por mi piel, y recordé la noche anterior. El calor, el peso de su respiración, el roce de sus manos. Nada de eso fue impulsivo ni caótico. Fue… necesario.No fue solo sexo.
Fue una tregua. Una forma de respirar cuando todo lo demás parecía sofocarme.Me levanté despacio, buscando mi ropa tirada en el suelo.
Cada prenda era un rastro del desorden en que me había convertido por una noche. Me reí bajito. No por vergüenza, sino por esa sensación extraña de alivio que me recorría el cuerpo.El espejo junto a la ventana me devolvió una imagen que hacía tiempo no reconocía:
Ojos hinchados, sí. Cabello revuelto, sí. Pero había algo diferente. Un brillo nuevo. Como si me hubiera quitado un peso que ni sabía que cargaba.—¿Huyendo ya? —su voz llegó desde la cama, ronca, adormecida.
Lo miré.
Tenía los ojos entreabiertos y una sonrisa medio dibujada. El cabello despeinado le daba un aire más humano, más real.—No huyo. —respondí—. Solo busco café.
—Hay una cafetera en el baño. —dijo, incorporándose despacio. —Pero dudo que sea tan bueno como el de mi casa.
—¿Tienes casa aquí?
—No. Pero tengo buen gusto para elegir hoteles improvisados.Sonreí, intentando parecer casual, aunque el corazón me latía más rápido.
Él se levantó, se colocó los pantalones y caminó hacia mí. Su piel aún tenía el calor de la noche. Cuando pasó a mi lado, el aire se cargó de algo que no era solo deseo. Era familiaridad. Como si nos hubiéramos conocido hace tiempo.—No te arrepientas, Alika. —dijo sin mirarme, mientras servía el café.
—No lo hago. —respondí, y lo decía en serio. —Bien. —Me tendió una taza. —Porque si algo aprendí, es que el arrepentimiento arruina las cosas buenas.Tomé el café.
El líquido estaba amargo, fuerte. Como él.Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando el mar desde la ventana.
El sol se reflejaba en el agua, creando una línea dorada que parecía no tener fin.—¿Qué hora es? —pregunté.
—Casi las nueve. —Mi madre me va a matar. —¿Por qué? —Porque debí estar con ella hace una hora. —¿Quieres que te lleve?Lo miré.
Su tono no tenía burla ni intención oculta. Solo ofrecía. Y por un segundo, quise decir que sí.Pero la realidad volvió de golpe: mi madre, Chris, la cena, las mentiras.
El mundo que había dejado esperándome la noche anterior.—No. —dije al fin—. Tomaré un taxi.
—¿Y si te espero? —preguntó, medio en serio, medio jugando. —¿Para qué? —Para ver si sobrevives a esa cena.Solté una risa cansada.
—No lo creo.Marcus se acercó y me apartó un mechón de cabello del rostro.
Su toque fue suave, casi reverente. No había prisa ni juego en ese gesto. Solo una despedida silenciosa.—Gracias por no juzgarme. —le dije, sin saber por qué.
—No tengo derecho a hacerlo. —Aun así… lo agradezco.Asintió.
Sus ojos tenían esa mezcla de calma y tormenta que me descolocaba. —No te despidas todavía. —dijo al fin. —Lanai es pequeña. Nos volveremos a ver.No respondí.
Tal vez porque lo supe en el fondo: nos volveríamos a ver. Y cuando eso pasara, nada sería igual.Dejé la taza en la mesa y busqué mi bolso.
Él no intentó detenerme. Solo me observó mientras abría la puerta y salía al pasillo iluminado por la luz del día.El aire afuera era cálido, vibrante, lleno de olor a flores y sal.
Respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí el corazón roto, sino… despierto.Mientras bajaba las escaleras del hostal, el teléfono volvió a sonar.
“Mamá”. El mismo nombre en la pantalla, la misma culpa subiéndome por el pecho. Contesté.—¿Dónde estás, hija? —preguntó con ese tono entre alegre y preocupado.
—Cerca, mamá. Ya voy para allá. —Chris llegó temprano. Está ayudándome con la mesa. Te está esperando, cariño. —Perfecto. —mentí.Colgué.
Me quedé parada frente al mar. El viento levantó mi cabello. El reflejo del sol sobre las olas me hizo entrecerrar los ojos.La noche con Marcus había sido un paréntesis.
Uno que no podía repetirse. Pero tampoco podía borrarse.Saqué el teléfono otra vez.
Lo abrí solo para mirar la pantalla. Sin mensajes de él. Sin excusas. Sin promesas.Y eso, de alguna manera, me gustó.
Porque lo que había pasado no necesitaba palabras.
Había sido real. Y, aunque no lo supiera aún, había cambiado algo dentro de mí.Caminé hacia la salida del hostal, deteniéndome un segundo en la puerta.
Desde adentro, escuché su voz despidiéndose del encargado, el sonido de una llave, un par de pasos. No me giré. No podía.Seguí caminando hacia el taxi.
El motor arrancó. El mar quedó atrás. Y con él, la versión de mí que solía seguir las reglas.






