El silencio entre nosotros se volvió tan espeso que podía oír mi propio corazón.
No sé si fue el Bourbon o sus palabras, pero algo dentro de mí comenzó a descomponerse, como si cada defensa que había levantado empezara a tambalear.
—No tienes idea de lo que estás provocando, Alika.
Abro los ojos y lo miro.
No parece estar bromeando.
Su expresión es tranquila, pero sus ojos me estudian con una intensidad que me quema.
—Solo estoy sentada —digo, fingiendo indiferencia.
—Y aun así me tienes al borde del colapso.
Muevo la cabeza, negando, pero mis labios se curvan apenas.
No debería gustarme.
No debería sentirme halagada por un hombre que acabo de conocer.
Pero algo en su tono me hace sentir viva otra vez, y eso, maldita sea, me asusta.
El avión sigue su rumbo sobre el océano.
Las luces bajas bañan la cabina con un tono ámbar.
Todos duermen.
Solo nosotros seguimos despiertos, atrapados en una burbuja que no parece real.
—¿Por qué sigues hablando conmigo, Marcus? —pregunto al fin.
—Porque no puedo dejar de hacerlo. —dice sin dudar—. Y porque tú tampoco puedes.
La audacia me sorprende.
No sé si reírme o darle la razón.
Así que bebo otro sorbo. El hielo tintinea en el vaso, rompiendo el silencio.
—Eres muy seguro de ti mismo.
—Solo cuando la ocasión lo merece.
—¿Y qué hace que esta ocasión lo merezca?
—Tú.
La palabra me atraviesa como un dardo.
Simple. Directa. Sin adornos.
Trato de cambiar de tema.
Le pregunto por su libro, por su trabajo, por lo que sea que lo mantenga lejos de mirarme así, como si fuera un desafío.
Pero Marcus no es hombre de distracciones.
Cada respuesta suya es una invitación a seguir el juego, y cada vez que intento apartarme, me arrastra de nuevo al centro.
—¿Vas a casa? —pregunta de pronto.
—Sí. A Lanai.
—¿Vives allí?
—Vivía. Mi madre y mi tía siguen allá.
—¿Y tú?
—Yo… me fui. —digo, bajando la voz—. Quería algo más.
Él asiente, como si entendiera más de lo que digo.
—A veces el “algo más” cuesta caro.
—Siempre. —respondo.
Y entonces vuelve a callar.
Pero su mirada sigue ahí, sostenida, paciente, peligrosa.
Siento que cada palabra que no decimos está cargada de algo que no quiero nombrar.
Me acomodo en el asiento y apoyo la cabeza contra la ventanilla.
Intento pensar en otra cosa: mi madre, el hostal que quiero construir, mi vida antes de Chris.
Pero solo escucho su respiración.
Y la mía, cada vez más rápida.
—¿Qué te pasa? —pregunta.
—Nada.
—Mentira.
Abro la boca para protestar, pero él se inclina un poco hacia mí.
No tanto como para invadir, solo lo justo para que su voz me roce la piel.
—Te tiemblan las manos. —dice con suavidad.
Miro mis dedos. Es cierto.
Las aprieto contra las rodillas.
—No es por ti.
—Nunca lo es.
Su respuesta me descoloca.
Hay algo en su tono… algo cansado, como si hablara desde una herida que no se ve.
—¿Y tú? —pregunto—. ¿Qué es lo que te persigue?
—Mi pasado. —responde—. Y la costumbre de no quedarme mucho tiempo en ningún lugar.
Guardo silencio.
Por primera vez, lo veo diferente.
No solo el hombre arrogante que disfruta provocarme.
Hay tristeza en su voz.
O culpa.
O ambas.
—Entonces somos iguales. —digo sin pensarlo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque también huyo. Solo que lo disfrazo mejor.
Nos quedamos mirándonos.
No hay sonrisa esta vez.
Solo reconocimiento.
Dos personas que fingieron tener el control y se descubren más rotas de lo que admiten.
Un golpe de turbulencia sacude el avión.
Marcus reacciona rápido: me toma del brazo, instintivo, protector.
Su mano firme sobre mi piel me eriza de pies a cabeza.
El movimiento dura apenas un segundo, pero el contacto se queda más tiempo del que debería.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Sí. —susurro.
No suelta mi brazo enseguida.
Su pulgar roza la parte interna, lento, casi imperceptible.
Una corriente eléctrica me recorre entera.
—Marcus…
—¿Sí?
Mi voz tiembla un poco.
—No hagas eso.
—¿Qué?
—Eso que haces con tus manos.
Sus labios se curvan apenas.
—Pensé que te gustaba.
—No sé si me gusta o me asusta.
—Quizá las dos cosas.
Vuelvo a mirarlo.
Su rostro está cerca. Demasiado.
El aroma de su perfume, la textura de su voz, todo se mezcla con el zumbido constante del avión.
Podría apartarme.
Podría ponerle fin.
Pero no lo hago.
Él tampoco se mueve.
Nos quedamos suspendidos, atrapados entre el deseo y la cordura.
Y es él quien rompe el equilibrio.
—Si te pidiera que te olvidaras de todo por unas horas… —susurra—, ¿dirías que no?
La pregunta me golpea con fuerza.
No es una propuesta indecente.
No todavía.
Pero la promesa está ahí, en su mirada.
—No soy ese tipo de mujer.
—¿Qué tipo?
—La que se deja llevar.
—Entonces dime qué tipo eres.
No tengo respuesta.
Y eso lo dice todo.
Cierro los ojos, buscando aire.
Siento su respiración cerca, su calor.
No me toca, pero la tensión es tan densa que parece hacerlo.
—No te imaginas cuánto quiero besarte ahora. —murmura.
Abro los ojos.
Y en su mirada hay algo más que deseo.
Hay reconocimiento.
Como si me hubiera estado buscando sin saberlo.
El avión vuelve a sacudirse.
Una azafata pasa con paso apurado, asegurándose de que todos estén sentados.
Su voz por el altavoz rompe el momento:
—Por favor, permanezcan con el cinturón abrochado hasta nuevo aviso.
Marcus se reclina en su asiento, mirándome todavía.
Yo miro hacia otro lado, con el corazón al galope.
—Duerme —dice él, en voz baja.
—No puedo.
—Entonces piensa en otra cosa.
—Imposible.
—En mí, tal vez. —su tono es casi una provocación.
Lo fulmino con la mirada.
—No eres tan importante.
—Dame tiempo.
Sonrío, a pesar de mí.
Y él también.
Pasan minutos, quizá horas.
Las luces se apagan del todo, y la cabina queda sumida en penumbra.
El motor ruge, constante, hipnótico.
Me quedo en silencio, observando las sombras moverse sobre su rostro.
Marcus duerme, o finge hacerlo.
Su mandíbula relajada, el cabello un poco desordenado.
Por primera vez, lo veo sin la máscara de arrogancia.
Y algo en mi pecho se afloja.
No quiero admitirlo, pero me gusta mirarlo.
Me gusta imaginar que, por una vez, alguien podría entender el caos que cargo.
Cierro los ojos.
No pienso en Chris.
No pienso en lo que dejé atrás.
Solo en este vuelo interminable, en un extraño que me habla como si me conociera, y en el leve temblor de mis manos que aún siento donde él me tocó.
Quizá el remedio para olvidar no sea el Bourbon.
Quizá sea Marcus.
O el peligro que representa.
No lo sé.
Solo sé que cuando el avión aterriza, y escucho su voz otra vez —suave, ronca, cerca—, todo en mí se vuelve a estremecer.
—Despierta, Alika. —susurra—. Ya llegamos.
Abro los ojos.
Y él sonríe como si supiera que, después de este vuelo, nada volverá a ser igual.