El olor a curry y jengibre me recibió antes de cruzar la puerta.
La casa de mi madre seguía oliendo igual que cuando era niña: a comida recién hecha, a flores frescas y a ese tipo de amor que asfixia sin querer.
—¡Alika! —gritó mi madre desde la cocina.
La vi aparecer con el delantal floreado, los rizos despeinados y la sonrisa más amplia del mundo.
Me abrazó sin dejarme respirar.
—Pensé que el vuelo se había retrasado. Chris llegó hace rato, el pobre. —dijo, apartándose apenas para mirarme—. Mírate, estás preciosa. Ese vestido blanco te queda perfecto, hija.
Sonreí, fingiendo tranquilidad.
—Gracias, mamá.
—Ven, ven, están los aperitivos listos. El vino está enfriando. ¡Ah! y tu tía trajo ese postre que te gusta tanto.
Su voz era una melodía que dolía.
No podía decirle todavía.
No podía romperle la ilusión cuando estaba tan feliz.
Entré al comedor.
Las luces cálidas, las velas encendidas, la mesa impecable.
Y ahí estaba él.
Chris.
De pie junto a la ventana, camisa blanca, son