Una propuesta

El sonido del cinturón al desabrocharse me pareció más fuerte de lo normal.

El avión había tocado tierra, pero mi cuerpo todavía estaba suspendido entre el sueño y la conciencia.

Marcus seguía a mi lado, tranquilo, revisando algo en su teléfono como si no hubiera pasado nada.

Yo, en cambio, no podía dejar de pensar en todo lo que había pasado.

En su voz.

En su mirada.

En el roce de sus dedos sobre mi piel.

Nada de eso debería haberme afectado tanto, pero lo hizo.

Me puse de pie con cuidado, buscando mi bolso en el compartimento superior.

Él se levantó también y, sin decir palabra, me ayudó a bajarlo.

Nuestros brazos se rozaron apenas, y esa chispa inútil volvió a encenderse.

—Gracias —murmuré, sin mirarlo.

—De nada. —Su tono fue tranquilo, casi neutro, pero noté la sonrisa contenida.

Nos separamos en la fila de salida.

Cada quien siguiendo su camino.

O eso quise creer.

El aire húmedo del aeropuerto de Honolulu me golpeó apenas crucé la puerta.

Después de diez horas de encierro, respirar era casi un lujo.

Tomé el teléfono de la cartera, encendí los datos y en menos de diez segundos sonó.

“Mamá”.

Inspiré profundo antes de responder.

—¿Aloha, mamá?

—¡Alika, mi niña! —La voz de Kailani sonó eufórica, feliz, llena de ese entusiasmo que me partía el alma—. ¡Ya me dijo tu tía que estás en camino! Te tengo una sorpresa.

—¿Sorpresa? —pregunté con una sonrisa tensa.

—Sí, cariño. Preparé tu comida favorita y unos tragos especiales. Vamos a celebrar.

—¿Celebrar qué? —mi voz se quebró apenas un poco.

—Tu compromiso, por supuesto. —rió. —Chris me escribió hace unas semanas y me dijo que todo estaba más que arreglado. Me muero por ver ese anillo, hija.

El aire se me atascó en los pulmones.

Chris.

Ese imbécil.

Ese cobarde.

Cerré los ojos. Sentí la garganta arder.

—Mamá, yo... —Intenté decir algo, pero las palabras no salieron.

Ella siguió hablando, ajena a mi silencio.

—Le conté a todos. ¡Hasta la vecina me ayudó con las flores! Tu tía está que no cabe de la emoción. Vas a ver qué lindo ha quedado todo.

No podía decirle la verdad.

No por teléfono.

No así.

—Mamá, después hablamos, ¿sí? Estoy muy cansada del vuelo. —fingí una sonrisa que ella no podía ver.

—Claro, mi amor. Descansa un poco. Te espero esta noche. Te quiero.

—Yo también.

Colgué.

Y me quedé quieta, en medio del pasillo del aeropuerto, con el teléfono aún en la mano y la garganta cerrada.

Todo me dio vueltas por un momento.

La gente pasaba, arrastrando maletas, hablando, riendo.

Yo solo quería desaparecer.

Busqué refugio en el primer bar del aeropuerto.

Una barra de madera brillante, luces cálidas y el ruido suficiente como para esconder mis pensamientos.

—Un vodka con agua tónica. —le dije al bartender.

—¿Con limón o sin?

—Sin.

El hombre asintió y se alejó.

Apoyé los codos en la barra y solté un suspiro largo.

El hielo en el vaso tintineó cuando me lo pusieron enfrente. Lo miré unos segundos antes de beber.

El primer trago me supo a derrota.

Cerré los ojos un momento, intentando no llorar.

Tenía que decirle a mi madre.

Pero no podía soportar escuchar su decepción, ni la tristeza que me lanzaría disfrazada de consuelo.

“Tu compromiso, por supuesto.”

Esa frase me dio una punzada en el pecho.

Era como si todavía estuviera atrapada en algo que ya no existía.

—¿Puedo sentarme aquí?

Su voz me heló y me encendió al mismo tiempo.

Marcus.

Abrí los ojos.

Ahí estaba.

Mismo porte, misma calma insolente.

Camisa blanca arremangada, cabello un poco desordenado, la misma sonrisa que parecía burlarse del mundo.

—Si planeas seguirme a todos los bares, deberías ser más sutil. —dije, girando el vaso entre mis dedos.

—No fue intencional. —replicó, sentándose a mi lado—. Pero no me molesta la coincidencia.

—A mí sí. —mentí.

Pidió un trago.

Whisky, sin hielo.

Por supuesto.

—Pensé que ya habías escapado —le dije sin mirarlo.

—Pensé lo mismo de ti. Pero aquí estás, intentando ahogar algo en vodka.

—¿Tienes algo en contra del vodka?

—No. Solo en contra de las cosas que intentan esconder lo que realmente duele.

Le di una sonrisa seca.

—Deberías escribir frases motivacionales. Te iría bien.

—No creo que el sarcasmo te esté funcionando esta vez. —contestó con una calma exasperante.

Tomé otro sorbo.

Él también.

Y el silencio volvió a colarse entre nosotros, pero no era incómodo.

Era ese tipo de silencio que se siente lleno, como si ambos supiéramos que lo que está pasando va más allá de las palabras.

—¿Mala noticia? —preguntó al fin.

—Familia. —respondí. —Nada grave, solo... decepciones acumuladas.

—Puedo escuchar, si quieres hablar.

—No quiero hablar.

—Entonces puedo quedarme callado contigo.

Giré la cabeza y lo miré.

Él no bromeaba.

Su mirada era sincera.

Y eso, por alguna razón, me desarmó más que cualquier frase seductora.

—¿Siempre eres así? —pregunté.

—¿Cómo?

—Tan… intenso.

—Solo cuando alguien vale la pena.

Sentí el corazón dar un salto.

No debería significar nada.

Pero lo hizo.

—No me conoces, Marcus.

—No necesito conocerte para saber que estás cansada de fingir que todo está bien.

Apreté los labios.

No respondí.

Porque tenía razón.

Mi teléfono vibró sobre la barra.

Un mensaje de mi madre: “Te esperamos a las ocho. Chris llamó. Dijo que también viene.”

Casi dejé caer el vaso.

Marcus notó el cambio en mi rostro.

—¿Qué pasa?

—Nada. —mentí.

—Eres pésima mintiendo.

—Mi ex. —dije al fin, bajando la voz—. Mi madre cree que seguimos comprometidos.

—¿Y no le dijiste la verdad?

—No pude. No quiero romperle el corazón por teléfono.

—Entonces hazlo en persona.

—¿Tú crees que es tan fácil?

—Nada que valga la pena lo es.

Solté una risa amarga.

—Hablas como si lo supieras todo.

—No todo. —bebió un sorbo de whisky—. Pero sé lo que es perder algo y no tener el valor de admitirlo.

Su sinceridad me desarmó otra vez.

Quise cambiar de tema, pero no pude.

—Supongo que me lo merezco —murmuré.

—Nadie se merece que lo hagan sentir menos. —dijo él, mirándome directo—. Y si lo hicieron, fue porque no supieron verte.

Me quedé callada.

El ruido del bar se desvaneció por un instante.

Solo estábamos él y yo.

Y esa línea invisible que cada vez se hacía más delgada.

—Deberías dejar de mirarme así —le dije.

—¿Así cómo?

—Como si supieras exactamente lo que pienso.

—Tal vez lo sé.

—Entonces dime.

—Estás decidiendo si te levantas y te vas o si te quedas y me das una oportunidad.

Reí, pero sin fuerza.

—¿Una oportunidad para qué?

—Para demostrarte que no todos los hombres son como tu ex.

Sus palabras me golpearon suave, pero certeras.

Quise negar, hacer un chiste, decirle que no me interesaba.

Pero no pude.

Su mano rozó la mía, apenas, sobre la barra.

El contacto fue breve, pero suficiente.

Un roce eléctrico, tibio, que me recorrió entera.

—Marcus... —susurré.

—Solo un trago más —dijo, sin apartar la mirada—. Y si después quieres irte, no diré nada.

Asentí.

El bartender sirvió otra ronda.

El hielo tintineó de nuevo.

Esta vez bebimos en silencio, sin mirar a ningún otro lado.

Yo sabía que lo correcto era irme.

Pero no lo hice.

Porque por primera vez en mucho tiempo, no me sentía sola.

Y porque, aunque no lo quisiera admitir, algo dentro de mí sabía que ese hombre no había aparecido en mi vuelo por casualidad.

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