—Mierda —escuché la maldición de Nate—. Tranquila, te llevaré con el doctor de la manada y...
—Yo puedo curarla —se ofreció mi mellizo, con algo de timidez. Nos había seguido de cerca, sin atreverse a separarse de mí.
—No vas a tocarla —negó firmemente.
—¿Prefieres que sufra? Puedo curarla en unos minutos, no seas imbécil.
—¿Cómo me has llamado? —preguntó con indignación.
—Te llamó imbécil —reí, un poco mareada—. Está bien, eres un poco tonto, pero así te quiero.
—¿Está drogada? —las voces se distorsionaban, a la vez que todo lo sentía tan lejano y cercano.
Todo a mi alrededor daba vueltas. O quizás era yo quien giraba alrededor de todo. No lo sabía y no tenía manera de confirmarlo. Me sentía ligera, tranquila. Ni siquiera podía sentir el supuesto dolor por aquella flecha.
—No deben pelear entre ustedes —hablé a duras penas—. Ambos son igual de importantes para mí.
—No me pongas en el mismo saco que él —refunfuñó Nathan.
—Eres un lobo muy tonto —reí. Sentía que volaba entre nubes y es