La invitación a desayunar

‒ Veo que mi familia es de su conocimiento ‒ a James no le importaba hablar de su familia, sencillamente era algo que no comunicaba a diestra y siniestra.

‒ ¿Lores B? ‒ preguntó Cassandra desorientada, seguramente la dama jamás había escuchado aquello viviendo en el exilio.

‒ Querida, así se refiere la sociedad al conde y sus hermanos. Todos poseedores de títulos ‒ a James no le pasó desapercibido la manera como la nombró, pero al parecer Cassandra lo dejó pasar.

‒ ¿Cómo es eso posible? solamente existe un heredero por familia ‒ sabía que Cassandra odiaba estar en la ignorancia, pues procuraba saber de todo un poco y le gustaba leer.

‒ No en mi familia, milady. Mi madre fue muy fértil ‒ su familia no era el meollo allí y no permitiría que el marqués llevara la conversación en direcciones que le favorecieran, tan sólo para distraer.

‒ Y le dio un heredero a todos sus esposos ‒ dijo el marqués de manera triunfal.

‒ ¿Y cómo están sus hermanos, Lord Wrightwood? ‒ preguntó James con una sonrisa felina, desviando la mirada hacia el marqués. Pues, había recordado a la familia Campbell mientras se retorcía en la cama sin poder dormir, eran respetables pero mayormente pasaban el tiempo en el campo.

‒ Se encuentran bien ‒ su semblante se había ensombrecido ante la pregunta ‒ ¿Y su hijo, milord?

Tanta formalidad era innecesaria cuando era visible que ambos querían llegar a los golpes de una buena vez, los buenos modales sonaban fútiles cuando se expresaban de esa manera tan severa. James notaba que el marqués esperaba con ansias la respuesta a esa pregunta para comenzar a especular más hondamente en la relación que él mantenía con la marquesa.

James había conocido a Cassandra hacía ya dos años, cuando él se instaló en una de las propiedades que estaban en venta cercanas a Campbell Manor, propiedad de la marquesa. Pronto se extendieron los rumores por el pueblo de que el Conde de Blakewells había asesinado a su esposa y escapado con su hijo al campo, otros rumores comentaban que él había robado al niño a otra pareja luego de que su esposa muriera durante un parto prematuro en el cual el niño tampoco había sobrevivido. En todas esas historias lo pintaban como un hombre que estaba al borde de la locura y que cuidaba de un niño, que posiblemente no era suyo, con demasiada diligencia.

Pero la joven no era parte de la multitud, y una mañana, decidida a concederle una oportunidad al caballero del que todos hablaban, le hizo una visita para darle la bienvenida al lugar, pues, Cassandra le dijo que sabía lo difícil que era llegar a un sitio nuevo sin conocer a nadie. Por supuesto que la había recibido de buena gana y le había presentado a su hijo, el pequeño John Graham, Vizconde de Alsvey.

Con el paso del tiempo se habían hecho buenos amigos, él se había reído con ella de las impresionantes y sórdidas historias que se inventaron en su nombre y Cassandra le contó acerca de los rumores que habían inventado relacionados a ella y la extrañeza de la que todos eran conscientes: el marqués no regresaba. Se decía que posiblemente ella había matado a su propio esposo con un hacha.

‒ Los pueblerinos pueden tener una gran imaginación ‒ había dicho James entre risas.

‒ Perfectos para escribir una novela gótica. No le quepa la menor duda, milord ‒ y se desternillaron de risa.

Ninguno hizo muchas preguntas al otro acerca de su vida privada, él tenía algún conocimiento de que estaba casada y que su marido no se sabía dónde estaba, pues Cassandra le había contado, pero él realmente no había preguntado dónde se encontraba el marqués ni por qué ella vivía sola a tan corta edad relegada en el campo, pues llegó a la conclusión de que estaba muerto. Ella estaba consciente de que James era viudo, puesto que él mismo le había hecho esa confesión, pero Cassandra no conocía los detalles de su matrimonio ni las razones por las cuales el conde había decidido criar solo a su hijo recién nacido lejos de la ciudad.

En incontables ocasiones Cassandra lo había ayudado a cuidar al pequeño vizconde, cuando se enfermaba o lastimaba, había sido una especie de madre para el pequeño, dándole amor y cariño, ella estaba fascinada con las tareas que realizaba, ya que no tenía hijos. James la tenía en muy alta estima después de todo lo que habían pasado juntos, indeterminadas noches de desvelo cuando John sufría de fiebres o no podía dormir debido a los cólicos. Cassandra estuvo presente el día que John había dado sus primeros pasos, y fue tanta la felicidad que se reflejó en ella que James observó cómo se derramaron algunas lágrimas por sus mejillas. Y esa era la razón de que él se encontrara allí esa mañana, para defenderla ante cualquier cosa, incluso de su esposo, debido al cariño mutuo que se tenían.

Era consciente de que el marqués tenía la mandíbula apretada, James se estaba tomando su tiempo en contestar con la excusa de que servirse el desayuno y probar bocado eran tareas mucho más interesantes y convenientes que hablar. No tenía prisas y estaba disfrutando gratamente de la angustia que sufría Lord Wrightwood.

‒ Esa pregunta sólo me hace constatar que no sabe nada de mi familia más allá de nuestro apodo y fama ‒ James se pasó la servilleta por las comisuras de los labios elegantemente ‒ Pero le diré que mi hijo se encuentra estupendamente, aunque anoche haya extrañado mucho a Cassandra ‒ prosiguió, mirándola fijamente sólo a ella, de esa manera tan peculiar, con deseo. Estaba siendo descarado pero estaba divirtiéndose de lo lindo a costillas del esposo de su amiga.

‒ ¿Con que Cassandra, eh? ‒ preguntó el marqués, el sarcasmo palpable en cada palabra.

‒ James es un muy buen amigo mío, milord ‒ dijo Cassandra a la defensiva ‒ su compañía me ha alegrado la vida desde hace algo más de dos años, luego de que…

‒ ¿Y qué edad tiene el niño? ‒ la cortó el marqués y taladró con la mirada a James, pero él no se sentía afectado por tal desfachatez.

‒ Dos años ‒ contestó James despreocupado.

‒ Así que mi heredero es tu bastardo, milady ‒ su rostro impertérrito. Se levantó lentamente de su silla ‒ Muchas gracias ‒ escupió las palabras.

El marqués salió de la estancia sin escuchar palabra de lo que decía Cassandra, estaba tratando de arreglar el malentendido pero eso sólo hacía irritar a James.

‒ Pudiste haber dicho algo al respecto ‒ le espetó Cassandra volviendo a su asiento y mirándolo fijamente, él sólo pudo encogerse de hombros.

No la comprendía en lo más mínimo ¿realmente quería ganarse el favor de ese hombre?

‒ Aunque eso es cierto, también lo es que prefiere creer lo que se metió en la cabeza ‒ respondió y siguió comiendo.

‒ ¡Y cómo no! Es debido a lo que presenció ayer ‒ y cerró la boca de inmediato, estaba sobresaltada y a juzgar por sus cachetes rojos, estaba sumida en la vergüenza.

‒ ¡Ah, lo que presenció ayer! Eso sí que no ha sido mi culpa ‒ respondió mirándola de reojo, no quería hacerla sentir incomoda.

‒ No… pues, yo no he dicho eso, es sólo… que… ‒ balbuceaba, no recordaba haber visto a Cassandra así de nerviosa.

‒ Vamos Cassandra, incluso con lo que presenció ayer, no tiene derecho a tratarte de esta manera. ¡Eres su esposa! ‒ estaba enfurecido ‒. Eres la persona a la que le juro lealtad, fidelidad, amor y una vida juntos ¿te tiene en tan poca estima como para tacharte de…? ‒ hizo una pausa ‒, ni siquiera quiero mencionarlo ‒ se pasó la mano por sus cabellos rubios, en un intento por serenarse.

‒ Entiendo lo que dices, pero Edward está molesto…

‒ Ni se te ocurra justificarlo, Cassandra ‒ elevó la mano para que detuviera ese discurso que únicamente conseguiría enfurecerlo incluso más ‒ Eres la Marquesa de Wrightwood, te debe respeto ante todo ‒ se le quitó el apetito, vio los huesos escalfados frente a él y movió el plato con un ligero toque para dejarlo a un lado ‒. ¡No eres una cualquiera, por amor al cielo! y por lo menos, debió tener la decencia de escucharte, en lugar de dar alas a su retorcida imaginación, ¡y sólo estoy hablando por ti! Porque a mí, dime, ¿en qué posición me deja? ¿Acaso soy un calavera? Alguien sin honor que tiene una relación extramarital con una mujer casada ¡cómo es eso posible! Un caballero jamás se comportaría así, él debería saberlo.

‒ Cálmate James, entiendo tu posición y tienes todo el derecho de sentirte así, pero ya se solucionará, aclararé este malentendido en lo que Edward regrese ‒ estaba tratando de calmarlo, tampoco recordaba que Cassandra alguna vez lo haya visto enojado ‒ No te preocupes.

¿Cómo es posible que crea algo así de su esposa? No le cabía en la cabeza aquel pensamiento. Cassandra era una dama respetable que no había hecho nada que mancillara su buen nombre, ni el de su familia, mucho menos el de su esposo, quien la había abandonado en una casa alejada de todo y de todos.

¿Pero con qué moral él estaba pensando todo aquello? El magnánimo Conde de Blakewells llegó a pensar exactamente lo mismo… y cada día se arrepentía.

No podía alegar que era demasiado joven, era una excusa que no se permitía.

Se casó joven, demasiado joven, según su familia, que bastante le discutieron su decisión de casarse, a la edad de veinte y dos años, con Lady Penélope Luddington, quien acababa de entrar en sociedad. Sin embargo, para ese año Benedict ya le había entregado todas sus responsabilidades como Conde de Blakewells, era libre de tomar sus propias decisiones sin tener que consultarle a su hermano mayor. James sospechaba que debido a su matrimonio precipitado, ahora sus hermanos la tenían más difícil, pues el pobre Sebastian tuvo que esperar hasta los veinte y cuatro para ganarse la voluntad del Vizconde, y tenía fuertes sospechas de que los subsiguientes tendrían aún más problemas, ahora que Benedict era mayor y más sabio.

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