Al pasar por la recepción, Maya miró el reloj de la pared: ya eran las 10 a.m.
Alexander se subió al automóvil. Maya se quedó parada junto a la puerta, preguntándose si podría buscar otro vehículo para volver a la casa de su abuela. Esperaba verlo irse y luego dar media vuelta… pero parecía imposible.
El guardaespaldas sostenía la puerta abierta, esperando.
No iba a cerrarla hasta que ella entrara.
No tenía elección.
Maya apretó los labios y subió al coche.
Alexander y su séquito abandonaron el hotel.
Avanzaron unos cincuenta metros cuando el estómago de Maya gruñó con fuerza. El sonido resonó vergonzosamente en el interior silencioso del auto.
Alexander giró la cabeza hacia ella.
Maya se tapó el estómago con la mano, bajó la mirada y se puso roja. No sabía dónde meter la cara. Deseó poder desaparecer.
¿Y quién podía culparla?
No había desayunado. Ya eran las diez. Era casi hora del almuerzo. Claro que tenía hambre.
¿Volverían directamente a Rheinsville?
Con la forma agresiva de condu