Llegué a la empresa con el corazón todavía un poco apretado por todo lo ocurrido el fin de semana.
Por la tarde, cuando bajé al aparcamiento, no vi al conductor cerca y, por alguna razón que todavía no entiendo, mis pies me llevaron directo hacia el Rolls-Royce.
Aunque el sol no brillaba, la pintura del coche reflejaba la luz con un brillo impecable. Era majestuoso, imponente, casi intimidante.
Tragué saliva y me acerqué más.
Busqué con la mirada el “arte” de Tomas.
No estaba en el lado izquierdo, así que rodeé el vehículo con sigilo.
Y ahí estaba.
La famosa “obra maestra”: una bola de acero torpemente dibujada, hecha con toda la pasión artística de un niño de tres años.
Suspiré tan fuerte que me dolió el pecho.
Tomas… de todos los coches del mundo, tenías que elegir justo el de tu padre.
—¿De verdad costará veinte mil dólares limpiarlo? —murmuré, casi al borde de la desesperación.
Pasé la manga sobre el dibujo, frotando con cuidado. Nada.
Soplé aire caliente y volví a intentar. Tampo