55. Felicidades, esperas un cachorro
La manada de Fuego estaba silenciosa.
Demasiado para lo acostumbrado. Solían hacer fiestas, reuniones y ritos, pero la manada se había vertido en su tarea más reciente con fiereza.
Desde la construcción del muro, los ánimos se habían endurecido. Los obreros trabajaban sin descanso, día y noche, erigiendo piedra sobre piedra como si el mundo se fuera a quebrar en cualquier momento. Sebastián observaba todo desde lo alto de la torre de vigilancia más antigua. El calor no le molestaba, pero el vacío sí.
Dayleen no estaba. Su lobo se volvía más frenético conforme pasaba el tiempo, saber que alguien más marcó a su mate lo enloqueció de ira. Quería desgarrarle el cuello al intruso.
Y por desgracia, Sebastián lo sentía todo. Cada minuto. Cada respiración que no la tenía cerca era una tortura más. Las emociones de su lobo comenzaban a pasarle factura, incluso le daba la sensación de que él mismo estaba furioso, herido.
¿Cómo podía sentir tanto y al mismo tiempo nada por aquella mujer