El cuerpo de Xavier yacía inmóvil en la cama de la torre este del palacio de Aryndell, pero su alma... estaba en otro lugar.

El mundo que lo rodeaba no era real.

Se encontraba de pie en un campo de flores que se extendía más allá del horizonte. El cielo era púrpura, cubierto de estrellas que parpadeaban de forma intermitente, como si estuvieran observándolo desde arriba. El aire olía a fuego y deseo, y el viento susurraba su nombre como una letanía.

Del centro del campo emergió una figura.

Alta. Delicada. Sensual. Su vestido parecía hecho de humo negro, ceñido a un cuerpo que no era del todo humano. Sus ojos, de un ámbar venenoso, lo atravesaron con una sonrisa que era de todo menos amigable, parecía ser demoníaca.

—Alfa Xavier —murmuró con voz de caricia—. Qué fácil fue romperte, ¿no? Te has desmayado por una mujer a la que reclamaste por encima de tu concubina. ¿Valió la pena, ahora que sentiste su traición?

—¿Quién eres? —preguntó, retrocediendo. No le gustaban las palabras q