117. Selene, ayúdame

Ese día la neblina de la mañana se colaba entre las piedras resquebrajadas de la antigua plaza central. Dayleen permanecía de pie junto a lo que quedaba del altar ceremonial de la manada de Agua, con los ojos cerrados, la respiración lenta y su poder fluyendo desde la punta de sus dedos hasta fundirse con la tierra.

Detrás de ella, Xavier, Cassian, Sebastián, Annika y Kenji aguardaban en silencio, vigilando la zona desolada y en ruinas. Las casas estaban vacías, y el aire seguía impregnado de un olor metálico: sangre vieja.

—¿Estás segura de que puedes hacerlo? —murmuró Xavier, sin moverse de su sitio.

—No —respondió ella, sin abrir los ojos—. Pero voy a intentarlo.

Dayleen apretó los dientes y colocó ambas manos sobre la tierra húmeda. Una luz dorada emergió lentamente desde su piel, extendiéndose como raíces invisibles bajo el suelo. Sus labios comenzaron a moverse, invocando palabras antiguas. Una súplica.

—Diosa Selene… ayúdame. Guíame. Dime dónde están. Muéstrame el camino hacia
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