Capítulo 3 —Mateo
Narrador:
Un par de días más tarde, en otra parte de la ciudad, la vida seguía un ritmo muy distinto. Mateo, el gemelo de Sofía, ajustaba los guantes de látex mientras calibraba con paciencia una balanza de precisión. El laboratorio que estaba oculto tras la fachada impecable de una empresa de químicos legales, una de las tantas que servían como pantalla para el clan. Los tubos de ensayo alineados brillaban bajo la luz blanca, las notas químicas se apilaban en un cuaderno de cuero abierto, y el zumbido constante de los extractores llenaba el silencio como un murmullo de fondo. La química era su refugio, el único lugar donde todo tenía sentido. Las fórmulas eran exactas, los resultados medibles, las temperaturas obedecían siempre a la misma lógica. Allí no existía la traición ni la sangre; solo moléculas que reaccionaban como debían. Todo era puro, limpio… hasta que recordaba para quién trabajaba. Para el clan... para su padre... para el Diablo. Entonces el laboratorio dejaba de ser un santuario y se convertía en un recordatorio brutal de que la perfección que creaba con sus manos era el motor de un imperio que se sostenía sobre cadáveres. Cerró los ojos un segundo, inhalando el olor punzante del amoníaco. El ardor le quemó las fosas nasales y lo hizo sonreír. Era mejor que el olor de la pólvora. Mejor que el hierro de la sangre fresca. Mejor que el hedor de la muerte. Al menos allí, todo podía controlarlo. La puerta se abrió sin previo aviso, como siempre. Sofía irrumpió con ese andar seguro que parecía reclamar cada espacio en el que entraba. El laboratorio se llenó al instante de su perfume, mezcla de peligro y mujer. Mateo reconoció la presencia de su hermana antes de verla; la sombra de ella era suficiente para que su mundo dejara de girar alrededor de un matraz. Sonrió, sin levantar la vista del líquido traslúcido que se calentaba en el mechero.
—¿A qué debo el honor? —murmuró, con ese tono entre irónico y cariñoso que usaba solo con ella.
—Quería ver si sigues vivo. —Sofía dejó un cigarro sin encender sobre el borde de la mesa, y apoyó la cadera contra la superficie de acero. Lo observó trabajar, fascinada por la precisión de sus movimientos, por la calma que contrastaba tanto con la violencia de su propio mundo —Aunque a este paso, morirás intoxicado antes que acribillado.
Mateo soltó una risa breve, sin apartar la vista de la reacción química que burbujeaba frente a él.
—Prefiero el veneno al plomo.Sofía ladeó la cabeza, como si esa respuesta fuera exactamente lo que esperaba. Se miraron, y en ese cruce de ojos estaba todo: la complicidad, la ironía, el amor absoluto de los gemelos que habían crecido siendo más que hermanos, amigos, cómplices. Ella era el filo de la daga, letal y brillante; él, la mente que diseñaba lo que esa daga cortaba. Sofía rodeó la mesa despacio, caminando con la misma calma que usaría un depredador antes de atacar. Se inclinó sobre él, dejando que su sombra lo cubriera, y habló en voz baja, con una sinceridad que pocas veces se permitía.
—Eres lo que más me importa.Las palabras no fueron un juego. No fueron una exageración. Sonaron tan reales que dolieron.
Mateo levantó la mirada por primera vez, y la intensidad de sus ojos se encontró con los de ella.
—Y tú, lo único que puede destruirme.El silencio se extendió entre ellos, espeso, cargado de todo lo que no hacía falta decir. La respiración del extractor, el burbujeo del matraz, incluso el tic-tac del reloj parecían más fuertes en medio de esa quietud. Sofía lo sostuvo con la mirada, y en ella había un brillo extraño: no de culpa ni de duda, sino de absoluta certeza.
—No voy a destruirte —dijo finalmente, y su voz fue tan firme que pareció una sentencia —Mat, ¿sabes por qué sigo respirando, por qué entro en jaulas donde otros no durarían ni un minuto? Por ti, por papá, porque nuestro lazo no es como el de los demás. Él nos hizo fuertes, nos dio un propósito. Y yo lo disfruto, lo disfruto como tú disfrutas encerrarte aquí y crear la perfección que lo mantiene en la cima.
Mateo dejó el matraz en su soporte y se quitó un guante con un movimiento lento. La tocó en el antebrazo, con una delicadeza que contrastaba con todo el mundo que los rodeaba.
—No me olvides nunca en esa guerra, Sofi. Yo no tengo tu coraje ni tu sangre fría. Pero mi lugar está aquí, y tú lo sabes.Ella bajó la mirada a su mano sobre la suya, y una sonrisa se dibujó en sus labios, mezcla de ternura y fiereza.
—Olvidarlo sería como dejar de ser yo. Y eso jamás. —Mateo sostuvo la mirada de su hermana unos segundos más, y entonces asintió. Ambos sabían que, más allá de la violencia, de las misiones, de los enemigos y del imperio, lo único inquebrantable era lo que los unía. —Somos del Diablo —dijo ella, con un murmullo solemne, casi un juramento.—Y siempre lo seremos —respondió él, con la misma convicción.
Las palabras quedaron flotando en el aire como un pacto silencioso, como un recordatorio de que podían perderlo todo… menos esa lealtad, ese lazo compartido, esa fe absoluta en el hombre que los había moldeado y en el destino que los esperaba.
—Ya basta de químicos por hoy, genio. —Le quitó los guantes de un tirón antes de que pudiera protestar —Vas a terminar fundiéndote en este lugar.
—Tengo trabajo —replicó Mateo, pero su tono no fue convincente. Ella arqueó una ceja y lo tomó del brazo.
—Trabajo mañana también tendrás. Aire fresco, en cambio, no hay mucho aquí abajo. —Y sin darle opción, lo arrastró hacia la salida, riéndose entre dientes cuando él masculló algo que sonó a rendición.
Subieron las escaleras que conducían a la azotea, una puerta pesada que chirrió al abrirse. El golpe de la noche los envolvió de inmediato: aire húmedo, el murmullo lejano del tránsito, y la ciudad extendida frente a ellos, infinita, con sus luces titilando como estrellas enfermas. Mateo respiró hondo, cerrando los ojos un instante.
—Siempre olvido lo bien que se siente —murmuró, dejando que el viento le despeinara el cabello.—Por eso estoy yo, para recordártelo. —Sofía sonrió, señalando el rincón donde había dos sillas metálicas gastadas por el tiempo. Entre ellas, una pequeña conservadora esperaba.
Él se dejó caer en la silla de siempre, esa que crujía como si conociera su peso desde hacía años. Sofía se sentó en la otra y abrió la conservadora. El chasquido de las botellas frías al chocar fue casi un brindis. Le pasó una cerveza helada y abrió la suya con destreza.
—¿Las dejaste preparadas? —preguntó él, divertido, tomando un sorbo largo.
—Obvio. —Sofía levantó su botella —No confío en que alguien más entienda que aquí arriba el veneno no se fabrica… se bebe.
El comentario los hizo reír al unísono, y por un momento dejaron de ser piezas de un engranaje criminal. Solo eran Sofía y Mateo, dos gemelos en la azotea de siempre, con la ciudad extendiéndose a sus pies como un tablero de ajedrez que tarde o temprano tendrían que jugar.
El silencio entre ellos no era incómodo; era ese silencio que solo los hermanos compartían, lleno de todo lo que no hacía falta poner en palabras. Sofía apoyó los pies en la baranda y echó la cabeza hacia atrás, mirando el cielo sin estrellas. Mateo la observó de reojo, sabiendo que aunque se vistiera de acero frente al mundo, siempre iba a tener ese brillo en la mirada que él reconocía desde que eran niños.
—¿Sabes qué pienso cada vez que estamos aquí arriba? —dijo ella, bajando la voz.
—¿Qué?
—Que todo esto, papá, el clan, el poder… no sirve de nada si alguna vez te pierdo a ti.
Mateo apretó la botella entre las manos, sin responder de inmediato. Después la levantó en dirección a ella, como un brindis solemne.
—Entonces brinda conmigo, Sofi. Por nosotros. Por seguir respirando, aunque sea solo aquí arriba.Chocaron las botellas, y el eco de vidrio contra vidrio se perdió en la noche.